Hace unas cuantas noches me invitaron a una fiesta en la casa de una buena amiga rusa, siberiana para más detalles, sumamente hermosa, para profundizar en los detalles aspirando a colocar el escenario en su justa perspectiva.
La velada prometía: insuperable ornamento femenino, conversación amena y divertida, vodka en abundancia, suculentas ensaladas, quizá un poco de caviar, y de fondo toda clase de alaridos al compás de la no tan dulce pero alegre balalaika……….. Imposible no asistir. Lo hice.
Toqué el timbre componiendo el gesto de tipo interesante ensayado por la tarde ante el espejo mientras me arreglaba: la primera impresión es importante, me dije, a lo mejor definitiva, o al menos no hace daño tratar de impresionar.
Después de unos segundos rechinó la puerta y se ofreció a mis ojos el panorama más alentador que se pueda imaginar: tres bellos rostros (sin lugar a dudas rusos) femeninos con ojos, narices, bocas, cejas, y en fin, todo lo que un rostro bien estructurado debe de tener, enmarcados por blondas cabelleras bien peinadas y sin chongos.
Una de ellas, mi amiga, me invitó a pasar con siberiana cortesía, y enseguida, con la misma o similar siberiana cortesía, me pidió, conminó, suplicó, ordenó o exigió, nada menos que me quitara los zapatos. ¡Casi me desmayo!
Exagero, no me vi a punto del colapso, y en todo caso si acaso me encontré al borde de un ataque, este se debió a la risa.
Costumbre de quitarse los zapatos
Son costumbres, tradiciones, muchas de ellas arraigadas en regiones incluso centenarias, cuestiones culturales, y como todas ellas, respetables.
El hecho es que me vino la curiosidad, porque debo consignar que por naturaleza soy chismoso, y me puse un poco a investigar.
Pues bien, resulta que eso de quitarse los zapatos, botas, chanclas o lo que sea que cubra o proteja los pies, patas o como se tenga a bien nombrarles, no es tan raro y está muy extendido por este vasto mundo que habitamos.
En gran parte de Europa, el norte y el este sobre todo, casi toda Asia, África del norte y hasta Canadá, se despojan del calzado antes de ingresar a casa.
Muy bien, perfecto, simpático el asunto, pero ¿por qué? ¿para qué? ¿con qué finalidad?
Se dice y se supone que lo hacen por higiene y por comodidad, ambas razones más o menos discutibles, pero como no pude recabar datos más precisos, digamos contundentes, me limitaré a conjeturar:
¿Por qué se quitan los zapatos?
En el este y el norte de Europa nieva mucho, y la nieve de repente, por capricho o por maldad, tiende a transformarse en lodo, y el lodo ensucia si no se toman medidas al respecto.
Eso explica en parte la costumbre, aunque no del todo, ya que en otras latitudes el lodo no puede utilizarse a modo de razón.
Entonces, sin mucho cavilar se entiende que la nieve-lodo no tiene la exclusiva de ensuciar, sino que tiene una férrea y decidida competencia que es representada por una numerosa variedad de porquerías diseminadas a través del duro suelo de diversas superficies.
Tal premisa parece indiscutible, pero más allá de la evidencia prefiero imaginar historias desde raras a curiosas como origen de la pauta que millones siguen en pleno siglo XXI con todas las implicaciones que conlleva.
Higiene
Más allá de la costumbre-tradición, la ciencia, esa implacable e incansable plaga de verdades, postula que un zapato, después de dos semanas de uso, puede contener 420,000 bacterias. ¡Qué asco! Aunque en todos lados hay bacterias, ¿o no?
El piso, las paredes, las puertas, las manijas, el dinero, todo aquello que manipulamos o con lo que a través de un día común tenemos contacto directo; incluso los alimentos, están llenos de bacterias.
No quiero ponerme a debatir con la señora ciencia, le sobran argumentos y es muy necia, además de que para contar 420,000 variedades de bacterias se requiere de equipo, de paciencia y sobre todo de no tener qué hacer.
Le creo, asumo su cifra como cierta. Aunque mi punto de vista es un poco diferente.
Si llego a una casa y me quito los zapatos, automáticamente me estoy desprendiendo de una buena cantidad de esos cientos de miles de bacterias, pero no de todas.
Supongamos que el zapato, sucio, chamagoso, infectado, plagado de bichos indeseables, alberga el 99% de los tantas veces mencionados animalejos, (si cabe la palabra), pero el 1% se queda en mi patita, en el calcetín, entre las uñas o sabe dónde; pero se queda. ¿Y el piso?
El piso, aparentemente limpio y reluciente también tiene bacterias; sin duda las tiene.
¿Tradición?
De manera que, una cosa es descalzarse porque mi zapato escurre lodo y otra muy distinta descalzarme por costumbre, tradición, o por payaso o exhibicionista. No, no, no: por tradición.
También existe un riesgo de la categoría de los estéticos, es decir, llevar roto un calcetín.
Primero la vergüenza, el casi ultraje contra la dignidad del sujeto o sujeta del descuido, y después el inapelable riesgo de que con las uñas raspe el piso y deje marcas indelebles, algo para recordar y no olvidar. Triste, lamentable, y prefiero no porfiar en este tema tan embarazoso.
Pero lo que sí es difícil ignorar por más incómodo que pueda ser, es la eventualidad del mal olor; sí, la posibilidad de que a alguien le huelan los pies, le rujan las panteras, le apesten las patas.
No es tan raro, mucha gente tiene ese “problemita”, y en ese caso la vergüenza se potencia y la incomodidad se transforma en repulsión.
Sin embargo no, soy muy pesimista, y lo mejor es seguir la tradición.
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